FINAL 2
Escrito por kriptomana (Desconectado Offline), el 10 de abril de 2009
FINAL 2
"Me dormí como aquella vez, y cuando desperté estaba otra vez de vuelta en San Jacarillo. No me asombré de aquello. Pocas cosas me asombran. Visité los lugares comunes que aún sobrevivían en mi memoria: mi antigua casa de soltero, el bar donde me tomaba el café los domingos, el campo seco que manchaba mis zapatos de polvo amarillo limón cuando paseaba cual cuervo negro y solitario en mis años de soltería. Mi casa ya no existía. Ahora el edificio es una biblioteca en la que me refugio cuando llueve. En el bar ya no me permiten la entrada. Según dicen mi aspecto espanta a los tertulianos. Pero este es mi destino. Esto es lo que me merezco después de mi ingratitud y mi cobardia. Solo me acogen los campos yermos y las palomas de la plaza..."

Hector se quedó en silencio. Y yo hice lo propio. Ninguna palabra podía romper aquel hielo. El hombre estaba sumido en la culpa y el dolor, y sólo él podía perdonarse a sí mismo. Volví a mi caseta, y durante los pocos dias que me quedaban de trabajo en la estación, lo ví realizar su ritual diario: Sentarse solo y pensativo en aquel último banco, esperando sin esperanza un tren que no llegaba.
Al fin, terminó el verano. Y con él, mi trabajo en aquella pequeña estación. Volví a la ciudad, y comencé a prepararme para el inicio del curso, quizás el más importante de mi carrera. Poco a poco, el tiempo fue borrando aquel verano extraño. Así, me licencié, oposité para juez, y un buen día me encontré pensando en aquel verano.
Estaba esperando plaza para mi nuevo cargo de juez, y decidí pasarme por el pueblo. El Sr. Blanquillo ya no estaba. Por lo visto, hacia un año que se había jubilado. Fui a la hospederia, y me encontré a la Sra. Vicenta, más avejentada, pero igual de amable con mi persona.
A la noche me encaminé a la estación con el corazón en un puño. Estaba nervioso. Fui hasta la caseta del guarda donde dormitaba el que imaginé sería el Sr. Losada. Eran poco más de las diez y aquel hombre ya estaba casi dormido. Toqué con los nudillos a la puerta y el hombre alzó la cabeza con expresión somnolienta y aturdida. Federico Losada era un hombre pequeño, de rostro indefinido. Cabellos morenos y lineas pronunciadas en los pómulos, que le daban un aspecto recio. Pero lo único robusto en su cuerpo era su rostro y su cuello que permanecían sobre un cuerpo enclenque y pequeño. Abrió la puerta de mala gana. Con algo de temor en la mirada. Quizás pensaba que yo era un inspector o algo así. Me presenté y ya tranquilizado el hombre, me invitó a un café que acepté de buena gana.
Hablamos durante un rato. El me puso al tanto de las noticias en aquella media hora. Ahora regentaba la estación un hombre joven, al que yo había conocido aquella misma mañana. No lo dijimos, pero a ninguno de los dos nos caía bien aquel hombre treintañero, de gafas y entradas visibles en la frente. A mi me había tratado con la frialdad propia de los burócratas. No tenía la humanidad del Sr. Blanquillo, y si demasiado de la eficiencia de los insectos.
Así, cuando los dos nos despachamos a gusto criticando al nuevo jefe de estación, y echando de menos, a nuestro entrañable Sr. Blanquillo llegamos a ese nivel de confianza que solo se consigue con los extraños que comparten una opinión, y que sabemos que nunca más volveremos a ver. A este nivel me atreví a preguntarle por el espectro. Losada, que sabía que ya no tenía nada que temer de mi persona, se atrevió a echarle un poco de whiskie a su café. Luego me ofreció un tanto que acepté sin reservas. Así, en aquella noche fría, Losada me contó que el espectro no volvió a aparecer nunca más. Una noche de septiembre fue la última que vió a aquel hombre. En el pueblo, nadie volvió a verlo. Desapareció como había aparecido.
-¿Y que se piensa que le pasó?.-Pregunté intrigado, por aquella nueva.
-Se dicen varias cosas. Unos se alegran de no verlo, y dicen que se habrá marchado a la ciudad. Otros cuentan que lo vieron acercarse a las carpas de un circo que visitó los alrededores. Hay quien dice que los del circo lo habrían echado a los leones. No sé, ya saben como son los pueblos. Se dicen muchas tonterias, y ninguna cierta.
Asentí en silencio. No le conté a Losada nada de lo que sabía. En el fondo, esperaba que Hector hubiera cogido su tren. Cuando volvía a la pensión, me paré a mirar aquel universo increíblemente gigantesco que giraba sobre mi. En San Jacarillo no hay contaminación lumínica y el cielo es de una belleza espectacular. Alli arriba, millones de estrellas titilaban silenciosas. Yo sabia que contemplaba el pasado, que quizás aquellas luminarias ya habían dejado de existir hacia milenios. Si aquello era posible, si mis ojos contemplaban el pasado cada noche, quizás era posible que Hector Frías hubiera vuelto, hubiera regresado a su familia y que ahora, en algún lugar de este universo infinito contemplara las mismas estrellas. Quise creer que así era y volví caminando despacito a mi habitación.

 

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