Una vez fuera el bullicio de la ciudad le dio la bienvenida. Quería huir, necesitaba huir, para alejar los fantasmas que le habían estado atormentando en aquella habitación. La dirección no importaba realmente, sólo quería caminar y no detenerse por ninguna razón. Andando entre la gente, las voces reales se mezclaban con las que habitaban en su cabeza. Lejos de preocuparle, aquello era un alivio. Incapaz de distinguirlas, podía ignorar todo cuando llegaba a sus oídos sin que la lucha interna fuera tan terrible.

Su paso era rápido, las manos profundamente hundidas en los bolsillos y la cabeza gacha. No quería cruzar la mirada con nadie, no quería que nadie se detuviera a su lado ni iniciara una conversación que odiaría al instante. La luz se extinguió y la ciudad se empezó a sumir en las tinieblas de la noche sin que se hubiera detenido un solo instante. Al acallarse las voces de la ciudad, se encontró, casi por sorpresa, con un silencio que no había experimentado desde... Era incapaz de recordar la última vez que las voces habían permanecido sumidas en el mutismo. Y así, como si algo en su interior encajara, se detuvo para encontrarse delante del oscura umbral de un edificio abandonado.