Le había visto otras noches, siempre en el mismo lugar, y siempre había pasado de largo. Hoy, no se por qué, me he sentado en la acera, justo enfrente de donde él está tumbado, durmiendo sobre unos cartones. Como tiene los ojos cerrados le observo detenidamente, descaradamente. Es muy joven, casi un niño. Está muy flaco. La suciedad se ha pegado sus ropas y a su cara. Pero en este momento una sonrisa se la ilumina y, a pesar de todo, resulta hermoso. Quizás su sueño también sea hermoso. El alcohol, el cansancio y la tristeza que llevo encima hacen que se me humedezcan los ojos. Un coche patrulla pasa por la calle, lentamente. Pienso que debería levantarme, irme a casa, y ponerme a dormir yo también. Pero sigo sentado sin poder dejar de mirarlo. Tengo unas ganas enormes de fumar, pero se me han acabado los cigarrillos. Un poco más abajo veo una cafetería que ya está abierta. Decido que voy a entrar a comprar tabaco y quizás a beberme una última copa. Se me ocurre que podría invitarlo a tomar algo. Probablemente no habrá comido bien en días. Me levanto, apoyando la espalda contra la pared, y me acerco al chico. Me preocupa que se tome a mal el que lo despierte. Me inclino sobre su menudo cuerpo. Pongo suavemente mi mano sobre su hombro. No se mueve, su cuerpo está yerto. Ahora, tan de cerca, veo que las lágrimas han dejado surcos en la mugre de su rostro. Sigue sonriendo. Una sonrisa congelada.