Capítulo segundo: CUANDO UNO TIENE UN SECRETO.
Escrito por martins (Desconectado Offline), el 10 de octubre de 2009
Sara estaba de rodillas en el senderillo del jardín.
Se hallaba muy ocupada escribiendo algo con un grueso lapicero en cierto pedazo de cartón que poco antes formaba la parte superior de una caja de zapatos. Cuando hubo terminado fue hacía el extremo del jardín, su parte más alejada, en busca de una caña apropiada. Al regresar con el instrumento que necesitaba, lo hincó en el suelo, puso el rústico cartel atravesado y enhiesto, y rectrocidió un paso para mejor admirar semejante obra de artesanía. Esto es lo que había escrito allí:

JARDÍN DE SARA HUBBLE
PROIBIDO EL PASO

Hubiera querido añadir: "Los contraventores serán perseguidos según la ley", pero la verdad es que no quedaba ya sítio en el pedazo de cartón aquel para escribir una sola letra más.
_Eso les enseñará _murmuró con aire satisfecho.
El abuelo de sara, el señor Hubble, le había regalado aquel trocito de jardin cuando la niña tenía apenas cuatro años (ya había cumplido los siete ahora). Crecían en él altos y azulados altramuces, oliendo como la pimienta, y pensamientos de dorados botones, asi como matas de reseda. Un macizo de exuberantes y amarillas flores, diente de león, figuraba en el rincón escogido por ellas, sin que nadie se lo hubiese pedido. Pero las flores que Sara amaba por encima de todo eran sus amapolas. El viejo Gowdy, el jardinero de los hubble, tenía también amapolas en su jardín, pero ya estaban mustias, en tanto las de la niña florecían aún triunfantes.
Todos los días acudía Sara con un par de tijeras para las uñas, y cortaba las flores muertas , sabiendo que en cuanto apareciera la semiente sus amapolas se agostarían, muriendo a continuación.
Alarico su hermano, tenía asimismo un trocito de jardín, pegado al de Sara, pero el muchacho no se preocupaba demasiado por las amapolas. Su vergel estaba lleno de matas aromáticas, no muy grandes. Había allí romero y albahaca, menta, tomillo,salvia, etcetara. Tenía también abrótano de olorosas hojas, y espliego, perecido a un grueso y redondo acerico con sus largas espinas purpúrias. Alarico era hombre prático de pies a la cabeza. Todo aquello crecía en su terreno con un fin concreto. En su momento oportuno hacía monojos con las hierbas de su jardín, y se las vendia por algunos peníques cada uno a la señora Bowles_o, como ellos la llamavan, Bowley_, el ama de llaves de su abuelo, o bien a ciertas damas de su vecindad, de edad indefinible, como Miss Trinket, quien residía asimismo dentro del recinto catedralício. Era un buen sistema para poder ganar algún dinerillo extra. Porque el abuelo Hubble era ya muy viejo, persona más bien distraída por lo regular, y con frecuencia se olvidaba de dar a sus nietos cantidad alguna.
Sara acarició los pétalos rojo-anaranjados de una de sus amapolas. Deslizó pensativa los dedos por la yema, y luego por el áspero y peludo tallo. Empezó a componer interiormente un poema acerca de su flor favorita. Decía asi:

Suave como una mariposa,
roja como el sol,
Tan blanda, tan brillante
es la flor de mi amapola.
Pero su tallo es pinchudo
cual piel de uva silvestre.
!Como la mejilla del abuelo
es el tallo de mi flor!

Algunas veces Sara recordaba los poemas que había llegado a componer, y los apuntaba en un librito secreto de notas con tapas azules. Pero lo más frecuente es que se olvidara de ellos por completo. Estaba pensando en una tercera estrofa, cuando _!Ding, Dong!_ dio la hora en el antiquísimo reloj de la Catedral, y todo el tranquilo ambiente de aquella tarde de últimos de julio perdió la paz que la caracterizaba. Las notas eran sonoras de verdad; tanto, que seguieran replicando en los oídos de Sara durante algunos instantes, aun cuando en realidad ya habían acabado de tocar. Y es que el templo estaba allí mismo. Si levantaba los ojos, la niña podía ver el extremo de la gran aguja, dorada por el sol que se elevaba sobre la techumbre de rojas tejas que remataba la casa de su abuelo.
!Las cinco! Sara olvidó el poema. Su mirada ensoñadora se desveneció, viéndose sustituída por una expresión arisca y huraña. Aquella mañana Bowley le había comunicado que a las cinco y media llegarían los visitantes: una chica y dos chicos, sobrinos del ama de llaves.
_ !Pedazos de estúpidos!_, rezongó Sara moviendo despreciativamente la cabeza_. No me van a echar la vista encima cuando lleguen...
Descorrió el cerrojo de una puertecilla baja, de listones pintados de blanco, y cruzó el enlosado patio, un tanto dominado por el musgo, en el que unas cuantas gallinas blancas y pintadas cacareaban ruídosamente mientras buscaban restos de comida. Estacionado ante una casita pegada al edifício principal estaba "Adelaida", el viejo Rolls del abuelo Hubble.
Harry, el hijo de Bowley, un chicharrón orgullosísimo del coche, se dedicaba en ese preciso momento a lavarlo a conciencia.
Harry levantó la vista al darse cuenta de que Sara cruzaba por su lado con mucha prisa:
_Estoy listo para ir a la estación a recebirlos dentro de diez minutos _indicó con su amable y áspera voz, y invitó luego a la niña: _¿Quieres venir conmigo?
Sara arrugó la naríz.
_No, gritó _dijo con un tonillo más bien desagradable.
Abrió la gran puerta de hierro forjado que cerraba por un extremo aquel patio al aire libre, y penetró en el recinto de la catedral propiamente dicho.
Un estilizado gato negro, bastante grande, se encontraba hecho un ovillo sobre el pavimento de piedra, todavía caliente del sol de la tarde que ya declinaba, justo enfrente de la casa de Sara.
_!Chist...Chist! !Alarico! _llamó suavemente la niña.
El felino se irguió, arqueó el lomo, se desperezó enérgicamente y salió trotando detrás de ella.Ambos se fueran por un paseo cuyo suelo estaba compuesto de finos guijarros, ancho y bien arreglado, con una fila de viejisimos tilos, que se mantenían erectos como si montaran la guardia. Era el llamado "paseo del Obispo".
De vez en cuando, a intervalos más o menos regulares, y mezclados con los árboles indicados, había unos postes de madera de roble, ennegrecidos por el paso de los años y la interperie, a los cuales las gentes _en épocas pretéritas_ habían estado atando durante siglos sus cabalgaduras. A la esquierda quedaban las soberbias viviendas y la tranquila zona ajardinada del recinto catedralício. Hacía la derecha, más allá de una área de verde césped, se elevaban los viejos y rojizos muros de piedra de la Catedral de Stoweminster.
Alarico volvió su peluda y negra cabeza hacía Sara, abriendo sus ojos todo lo posíble, de manera que por un instante dieran la impresión de ser un par de faros delanteros de automóvil, cerrándolos a continuación hasta convertirlos en dos alargadas rajitas.
_!Que agradable olor! _afirmó con voz velada y ronroneante_. Parece de emparedados de pepino. ¿No?
La niña se echó a reír sin tapujos. "Menuda hambre debe de tener otra vez", pensó para sus adentros.
_No, Alarico, son los árboles. Siempre tienen el mismo aroma a la caída de la tarde, cuando el día ha sido caloroso.
Alarico meneó la negra cola varias veces, a uno y otro lado.
_Es la segunda vez que lo haces _indicó con resignada paciencia.
_¿Que he hecho el qué?
_Llamarme Alarico _silbó_. ¿Y qué pasaría si alguién te oyera? !Se sopone que ahora soy "Satán!" ¿ Ya lo has olvidado, boba...?
_Lo... lo siento _dijo Sara débilmente. _Vamos, "Satán", te dasafío a una carrera hasta El Final.
El Final era uno de los sítios favoritos de ambos. Era el rincón formado por la alta muralla pétrea de la terraza que se extendia ante el Palácio Episcopal y el muro de circunvalación del recinto catedralício. Al otro lado de este muro, y situado unos cuantos metros más abajo, se encontraba lo que en épocas pasadas fuera un foso lleno de agua rodeando el conjunto. Ahora sólo era un húmedo y sombrio jardín salvaje, lleno de musgo y vigorosos matorrales, zarzas y charcos en los que abundaban sapos y ranas.
_!Puah! !Ya ha vuelto ese viejo büho del señor Trinket a deshacerme el castillo _chilló enfurecida Sara.
Elias Trinket, uno de los ayudantes laicos al servício de la Catedral, una especie de sacristán, usaba a menudo El Final para arrojar allí el césped segado del prado catedralício. El día anterior Sara había terminado un hermoso castillo con tales restos vegetales. Incluso hizi un nudo a su pañuelo para colocar una bandera que coronara obra de arte tan meritoria. Pero el bueno del señor Trinket anduvo por allí muy de mañana, con su tremendo escobón, y barrió implacablemente el castillo y todo lo demás.
_!Ese viejo estúpido!_ Sara dio vigorosos puntapiés al montón de restos de césped, espareciéndolos por todo el sendero enarenado.
Alarico se había sentado mientras tanto entre las vigorosas y retrocidas raíces de un tilo, y contemplaba a su hermana con regocijada expresión.
_!Calma, mucha calma!_ le recomendó divertido, aañadiendo luego: _!Uno de estos días te vas a colar de lo lindo! Acuérdate de lo que ha pasado esta mañana, cuando Bowley te dio la notícia... Por un momento creí que ibas a empesar a chillar, proclamando a los cuatro vientos lo que pasa...
Sara se tiró al suelo de golpe, aterrizando en la hierba junto a su hermano.
_Bueno, y no hubiese sido nada del otro jueves. !Imaginate a esos idiotas apareciendo justo cuando estamos a mitad de nuestro experimento secreto!

 

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1
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Escrito por martins (Desconectado Offline), el 12 de octubre de 2009
 1 voto · Leído 40 veces · Sin comentarios · 23 pasajes debajo
...Me dieran ganas de soltar un alarido cuando Bowley me lo dijo... _ Y lo hiciste. Llegué a oírlo _aseguró Alarico con lo que hubiera resultado un mohín más o menos infantil, de haber tenido aún figura de muchacho. Sara se tumbó ... Leer mas


 
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Comentarios
Orla dijo:
Quiero más! :p
Escrito: 2 meses atrás
martins dijo:
el miercoles habrá más
Escrito: 2 meses atrás
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