Sinopsis
Mario sintió ganas de vomitar. Tenía el estómago hinchado desde hacía varios días y presentía que algo malo le estaba sucediendo. Acercó su mano disimuladamente hacia la boca, mientras el señor Mirón lo observaba con cierto aire de desprecio.
La Asociación de Abogados Sonorense estaba regida por tres mundanos carcamales: Santiago Montemayor era el de menor edad, quizá de unos setenta y cinco años. Alfredo Quintana se asemejaba a un tubérculo arrugado, octogenario y con muy mala leche. Por último estaba el anciano señor Mirón, un perfecto hijo de puta al que le encantaba espiar a las secretarias a través de un costoso circuito cerrado de televisión, el cual incluía un par de minúsculas cámaras en los aseos femeninos. Mario siempre había intuido que le asignarían al señor Mirón como jefe inmediato. Era el precio que tenía que pagar. El señor Mirón nunca le permitía hacerse cargo de los casos relevantes. Pequeños pleitos entre vecinos y alguna que otra demanda sin importancia, constituían su pan de cada día. La profesión de abogado, había dicho el señor Mirón, no es tarea fácil, y un buen letrado debe comenzar siempre su carrera profesional con casos pequeños, que lo ayuden a fortalecer el intelecto, para forjar así un carácter indestructible ante la sociedad a la que representa. Mario sintió una nueva arcada. El señor Mirón forzando una sonrisa lo observó fijamente. ¿Se encuentra bien, abogado? preguntó mientras jugaba con un caro bolígrafo Cross, bañado en oro. Me da la impresión de que le resulta aburrida la reunión de hoy. Laura Rojas, que estaba sentada a su lado, esbozó una sonrisa burlona, la cual trató de disimular tapándose la boca. Alfredo Quintana, comenzó a toser fuertemente mientras su rostro de patata se enrojecía progresiva-mente. Al mismo tiempo se reía de forma poco ortodoxa. ¡Vamos Mario!, ¿acaso su conocida afición al tequila le impide presentarse en su lugar de trabajo en condiciones óptimas? le espetó el señor Mirón a bocajarro. No señor. ¿No señor? No me encuentro muy bien. Necesito ausentarme unos minutos. El señor Mirón consultó el reloj y sonrió para sus adentros. Está bien Mario. Vaya a refrescarse y cuando regrese, tráigame los expedientes del caso Murieta. Quizá la señorita Rojas pueda encargarse de ese asunto. Sin decir una palabra, Mario abandonó la sala de juntas y se dirigió al pasillo central. Abrió la puerta de los aseos y rápidamente, se introdujo en el excusado con la seria intención de devolver. Sin embargo, sus esfuerzos no obtuvieron resultados inmediatos. ¡Hijo de puta! exclamó en voz baja mientras introducía los dedos en su garganta para provocar el vómito. Una oleada de fluidos estomacales, combinados con los restos de un desayuno a medio digerir, manaron a borbotones de su interior, ensuciando por completo la taza del inodoro. Hacía más de dos semanas que Mario no probaba una sola gota de alcohol. Desde aquel día en el que había almorzado con el Juez Moreno en el Sanborns de Ciudad Juárez, a donde había viajado para ultimar ciertos detalles legales sobre un caso de demanda conyugal por malos tratos. ¡Hijo de puta! volvió a exclamar, esta vez en voz alta. ¡Ojala te mueras! Una nueva arcada provocó que Mario se agachara instintivamente, aunque esta vez su estómago solamente arrojó un poco de bilis, dejándole un fuerte sabor amargo en la boca. ¡Maldita sea! Mario tomó un pedazo de papel higiénico y se limpió los labios. Presionó el botón de la cisterna y salió del excusado. Ya es hora de darle su merecido a ese vejestorio pensó en voz alta mientras observaba fijamente su demacrado rostro en el espejo, situado sobre la hilera de urinarios de pared. Al señor Mirón le encantaba dejar en evidencia a sus empleados. Fuera quién fuese y sin importarle las consecuencias. Se creía alguien importante, demasiado importante. Pero había llegado la hora de poner fin a tantos insultos y vejaciones. Tres años y seis meses aguantando. Tres años y seis meses soportando calumnias. Tres años, seis meses y doce días, para ser exactos. Mario abandonó velozmente el aseo y se dirigió a su despacho. Cerró la puerta con llave y se recostó sobre el sillón del escritorio. Respiró profundamente. Su cerebro buscaba intensamente la manera de terminar con aquella situación. Había tocado fondo. Lo esperaré en su propia casa y me desharé de él limpiamente se dijo a sí mismo. Podría simular un robo y... No, quizá no sea buena idea. El riesgo es alto. ¡Mierda! Lo mejor será atropellarlo. Con un poco de suerte saldré libre en seis meses. Quizá un año. Y esa perra... Tres jodidos años, seis meses, doce días, dos horas, trece minutos y veintisiete segundos, veintiocho, veintinueve, treinta... Demasiado tiempo. ¡Mátalo! ¡Elimínalo! El monólogo se vio interrumpido de repente, cuando unos breves pero continuos golpes, sonaron en la puerta del despacho. La sensual voz de Laura Rojas llegó hasta sus oídos. Mario, ¿te encuentras bien? Vamos Mario... Se que estás ahí. ¡Abre la puerta, chiquitín! Mario alzó la cabeza involuntariamente. Observó la puerta con ojos distantes. Frunció el entrecejo y se apretó el estómago exhibiendo un ligero gesto de dolor. Definitivamente no quería ver a nadie. Y mucho menos deseaba mantener una conversación con esa zorra de Laura Rojas. ¡Vete! gritó Mario con voz angustiada. Mario, por favor, ¡abre la puerta!. ¡Déjame en paz! Fue entonces cuando la vio. Allí estaba. Situada entre el marco de la puerta y el perchero. Perfectamente acomodada y lista para ser utilizada. Un agradable re-cuerdo de su última estancia en tierras regiomontanas, y más concretamente de su visita a El Rodeo de Medianoche. El nudo corredizo era casi perfecto y un metro de soga extra parecía ser más que suficiente. Mario dirigió la mirada hacia el techo, pero no descubrió ninguna vieja viga. Ni siquiera una nueva. En las películas siempre había una viga cuando se la necesitaba. Pero aquella situación no había sido extraída de una película. Se trataba de la cruel, vil y despiadada realidad. Desde el otro lado del despacho, Laura Rojas seguía insistiendo. ¡Por el amor de Dios, Mario! ¡Abre la puerta! No obtuvo respuesta. Mario tenía la soga en la mano. Estaba inmóvil en medio de la oficina, con los ojos fijos en el corto cable que colgaba del techo, el cual sostenía una bombilla de 40 vatios. La misma bombilla que tantas noches había iluminado sus horas de trabajo. Puede ser que aguante. Apesadumbrado y abatido, Mario agarró la silla de las visitas, la colocó bajo el foco y se subió sin demasiado esfuerzo. Estiró los brazos y, con la agilidad de un marinero, anudó la soga al polvoriento cable eléctrico. Al otro lado de la puerta, la paciencia de Laura Rojas llegaba a su fin. Mario, por favor... Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero abre la puerta. Necesito los expedientes... Tres años, seis meses y doce días. Toda una eternidad. Mario deslizó la soga sobre su cuello y apretó el nudo corredizo. Cerró los ojos y, empujando enérgicamente con los pies, se deshizo de la silla que lo sostenía. La oscuridad total y el silencio no tardaron en llegar. Tres minutos, quizá cuatro. La presión de la cuerda sobre su cuello era cada vez menor. Sus músculos se relajaron. La paz y la tranquilidad lo invadieron como si de aire fresco se tratase. Laura Rojas ya no hablaba. El golpe contra el suelo fue algo duro e inesperado. Mario abrió los ojos medio aturdido. La rabia y el odio habían desaparecido, pero el dolor de estómago aún persistía. Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. Sobre el escritorio estaban los expedientes del caso Murieta. Mario cogió los expedientes, se ajustó el nudo de la corbata, abrió la puerta de la oficina y caminó con paso firme y decidido hacia la sala de juntas. A su espalda, un cuerpo inerte se balanceaba levemente sobre un charco de orina.
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