La bella Angelique

Escrito por: MiviX (Desconectado Offline), el 18 de enero de 2008
Sinopsis
En todos mis años como sacerdote, nunca había imaginado nada semejante; ni siquiera en los tiempos mozos de seminarista, cuando el fulgor de la juventud revoloteaba sobre mi espíritu, embargándome de incógnitas y de fatuos cuestionamientos que, de cierto modo, atormentaban mi alma. De esta afirmación, se podrá deducir que mis batallas internas contra ese cúmulo de circunstancias, ponían en peligro constante casi todos mis actos de fe; pero fue en realidad mi propia madurez como individuo la que me llevó por los inescrutables caminos del Señor, haciendo siempre gala de humildad y respetando, en su justa medida, las fortalecedoras enseñanzas teológicas con las que me había comprometido. Sin embargo, después de que sucedieran los hechos que seguidamente pasaré a relatar, decidí colgar los hábitos de manera irrefutable y definitiva, habiendo transcurrido desde tal decisión, exactamente tres años. Debo confesar, no obstante, que siempre he permanecido fiel a las doctrinas de la Santa Madre Iglesia, Apostólica y Romana y que, aun sintiendo cierto grado de temor por el inminente desenlace de mi vida, por fin he comprendido que nada hubiera podido hacer para evitar el castigo eterno.
Desde que el hombre es hombre, el acto de la muerte ha estado rodeado por un halo de misterio, de temor y de fantasía, si se me permite la licencia. Los grandes escritores del romanticismo solían impregnar sus gloriosas narraciones con la majestuosa y pérfida edecán de la guadaña quien, inexorable, arrancaba vidas por doquier, impidiendo con total impunidad que los finales felices llegaran a buen término; por más bienaventurados que fueran o fuesen los protagonistas de sus fantásticas historias. Lejos de considerarme un seguidor del romanticismo, considero, no obstante, apropiado y oportuno explicar el verdadero motivo que me obliga a escribir estas líneas, ya que este sentimiento va más allá del simple hecho de aplacar la angustia y el temor que han atormentado cada día de mi vida, desde aquella fatídica fecha. Saber que con cada minuto y con cada segundo que pasa, ella se regocija en su lecho, afilando implacable y sonriente a su fiel compañera, con la que sin duda me llevará al abismo, me apremia y me acongoja en demasía; ya que soy perfectamente consciente de que hoy, 2 de noviembre de 1891 falleceré sin remisión y sin el perdón de Dios.
Mi nombre es Marcelo Santiesteban Garza, y he sido sacerdote de la Orden Benedictina Cisterciense desde hace sesenta y siete años. Hijo de acaudalados comerciantes, y temperamentalmente fuera de mi época, sucumbí a la llamada del Señor a la temprana edad de dieciséis años; a pesar de la negativa inicial de mis progenitores y de la incredulidad de mis amistades. Encomendé mi vida a las frías y húmedas paredes del monasterio de Nuestra Señora de la Luz, donde pasé recluido todo este tiempo, navegando entre solemnes libros y mayestáticas enseñanzas castrenses. Indudablemente, y como se podrá suponer, me convertí en un erudito de la sabiduría bíblica y en una persona extremadamente culta, pues mi hambre de conocimiento jamás experimentó momentos de escasez. A pesar de la soledad que embargaba las cuatro paredes de mi modesta celda, nunca me sentí completamente solo. El tiempo, generoso con mi persona, me brindaba la posibilidad de relacionarme con otros hijos de Dios, innatos devoradores de sabiduría y apasionados de la vida espiritual.
He manifestado que soy una persona culta, pero nunca he dicho que no fuera humano; porque, a pesar de llevar una vida plena y de constante búsqueda de respuestas sobre el efímero existencialismo terrenal, sigo siendo un hombre de carne y hueso. Frente a la ventana de mi celda, había un frondoso jardín, donde solía pasar tardes enteras meditando sobre la frágil levedad del ser, intercambiando cuestionamientos con mis afines o sumergido en la lectura de algún libro politeísta del siglo XV. En sus bancos de madera, busqué la comodidad de mis primeros meses de reclusión, y entre sus esbeltas veredas y frondosos árboles llegué a soñar con el paraíso celestial. Perdí la conciencia en más de una ocasión, rozando esporádicamente el éxtasis espiritual que diferencia a los hombres santos de los comunes mortales… Pero no son estos temas los que me obligan a contar esta historia. Me centraré únicamente en relatar el nefasto hecho que me llevó a visitar la tumba de Angelique; la bella carmelita de clausura que me sumergió en el abismo de lo oscuro y me llevó por el camino de la perdición.
La tumba a la que hago referencia, se encuentra ubicada en una antigua cavidad de los profundos y húmedos sótanos del monasterio. Excavada por vetustos monjes en el siglo XII, se aprecia sumamente descuidada, a pesar de los enterramientos que se siguen efectuando en las profundidades de la montaña que la soporta. La cripta, construida de mármol labrado a mano, herrumbrosa y desgastada por el paso del tiempo, permanece impoluta e invulnerable, aunque el acceso, visiblemente erosionado, se muestra oxidado y voluble a la manera de hace setecientos años. Los monjes más antiguos del monasterio no gustan de hablar del sepulcro subterráneo, pues viven firmemente convencidos de que “algo maligno” habita en sus profundidades. Cuando el fantasma de Angelique comenzó a acechar mi mente, en ese abismo de paz y oscuridad, nació en mí una extraña atracción por el lugar, hasta el punto de convertirse en una constante obsesión. Nadie lleva flores al solitario cenotafio y tan solo un perturbado cenobita se encarga de los enterramientos; pero la tumba de Angelique sigue siendo visitada a diario por mi persona.
Recuerdo con repugnante aplomo, el día que descubrí el habitáculo de la muerte. Fue a principios de la primavera, cuando el embriagador perfume de las flores exalta el ambiente y las frágiles criaturas de Dios Nuestro Señor, se muestran ante el mundo, felices y pletóricas. Ante esta circunstancia, el espíritu se impregna de un exultante deseo de amar y ser correspondido; el tiempo no cuenta, y la irreal perspectiva de la eventualidad manifiesta, atrae irremediablemente a los pensamientos ocultos del subconsciente aprehendido.
Había estado reflexionando todo el día sobre triviales asuntos metodológicos, relacionados con mis actividades diarias. Tenía en aquel entonces la edad de ochenta y tres años, manteniendo incólume y de acuerdo a las enseñanzas, mi castidad emocional y corporal. Cuando, sumido en profundos pensamientos, levanté la cabeza, Angelique estaba de pié a mi lado, observándome en silencio. Su joven rostro angelical rendía honor a su nombre, y sus ojos, azules como el cielo, evocaban la alegría de haber descubierto un incógnito anhelo en la profundidad de su alma. Sin decir palabra, me tendió su pálida mano, en un claro gesto de invitación a lo ignoto, dejándome yo guiar por la sosegada situación del momento. Envuelta en su egregio hábito, me condujo por las veredas del jardín hasta la entrada de la oscura cripta, oculta por enredadas zarzas. La ignominiosa y extraña majestuosidad de la maltratada y enrejada puerta, dejaba entrever unos desgastados escalones de piedra, los cuales, avanzando hacia lo insondable, se perdían de vista en la oscuridad de lo profundo. No sentí miedo alguno, ni siquiera el obvio nerviosismo propio de la extraña situación. Si bien las sepulturas no eran desconocidas para mí, jamás me habían suscitado pensamientos dolorosos o atemorizantes. Apremiado por una creciente sensación de bienestar, avancé hacia el interior de la cripta, siguiendo los certeros pasos de la hermana carmelita, que se abría camino con paso firme.
El olor en el interior del lugar no era del todo desagradable, aunque si algo extraño. La mezcla de humedad y encerramiento originó en mí cierta fascinación por el sitio, a pesar de que, a medida que nos sumergíamos en las profundidades del mortuorio, el calor retenido entre las angostas paredes impregnaba el aire, haciéndolo más denso e irrespirable. Envueltos en una total oscuridad, fuimos descendiendo peldaño tras peldaño hasta llegar a un amplio rellano, levemente iluminado por las emanaciones fosfóreas de los miles de huesos apilados que, ajenos al paso del tiempo, brillaban en los nichos excavados sobre la roca firme. Angelique parecía conocer el camino a la perfección, y la tétrica visión de lo que algún día habían sido seres humanos de carne y hueso, no aparentaba impresionarla en lo más mínimo.
He de reconocer que la imprevista caminata comenzaba a hacer efecto en mis débiles piernas. Como ya he manifestado, los años habían sido generosos con mi persona, pero la herencia familiar por parte de mi madre, me había dotado de unas enclenques extremidades inferiores; mismas que resentían el lúgubre paseo por las catacumbas del monasterio. Aminorando ligeramente el paso, continuamos avanzando en completo silencio hacia una segunda cripta, de características similares a la primera. Al final de la misma, una antorcha de aceite, iluminaba el acceso a un bello mausoleo finamente labrado en piedra, en cuyo interior podían observarse dos resplandecientes tumbas de mármol negro. Angelique empujó ligeramente la puerta enrejada que daba acceso a la intimidad del excelso sepulcro, abriéndose esta con un sutil chirrido de bienvenida.
Algo en la mortuoria estancia me reconfortaba sobremanera. No puedo describir con exactitud el sentimiento que me embargaba en ese instante pero, como si de una fuerza invisible se tratase, comencé a percibir, en mi envejecida alma, la energía perdida y olvidada de la juventud; el júbilo adolescente que había fallecido antaño y que creía sepultado. Con agilidad felina, recorrí toda la estancia. Observé fascinado las figuras talladas en las paredes, y me embriagué del fúnebre arte de una época olvidada. Lleno de total algarabía, brincaba incansablemente, empañado por el regocijo de sentirme nuevamente joven y libre. Entre las dos negras tumbas de mármol, la hermosa Angelique me miraba con aire divertido.
Llegados a este punto, considero apropiado reconocer que lo sucedido después, no me exime de culpa, a pesar de mi manifiesta locura. No me enorgullece como hombre y mucho menos como sacerdote, pero ya nada puedo hacer para redimirme. En mitad de mi orgiástica manifestación de gozo, me abalancé sobre Angelique quien, presa de una estruendosa hilaridad, se contagió de mi demencia, consintiendo en que nuestros cuerpos se fundieran en uno solo. Rodamos sobre el oscuro suelo de la cripta; sudamos entre gozosos gemidos de lujuria; disfrutamos de las mieles prohibidas de la fornicación y la sodomía, y nadamos en un mar de placer que nos condujo al éxtasis, mientras las sombras de los espíritus enterrados, putrefactos y corruptos, apadrinaban nuestro pecaminoso ceremonial.
Cuando el fantasma del libertinaje atenuó su efecto, me desperté horrorizado y confundido entre una pila de osamentas. La débil luz de la antorcha de aceite, casi consumida, iluminaba entre tétricas siluetas, una cripta enmohecida de aspecto malévolo y siniestro. No vi rastro alguno de majestuosidad; ni siquiera percibí la esencia oculta de lo elegante. Busqué con la mirada la figura de Angelique, mi bella monja carmelita, pero no pude ver nada más que la estupidez de un decrépito anciano en la resaca de su locura. Cegado por la impactante realidad de dicha eventualidad, traté de levantarme, pero las fuerzas me habían abandonado, haciéndome sentir completamente extenuado y extremadamente frágil. Incapaz de controlar mi propio cuerpo, me arrastré como pude hacia los dos ataúdes que reposaban en el centro de la sala mortuoria. Apoyé ambas manos sobre cada uno de los lechos sepulcrales y, realizando un esfuerzo sobrehumano, logré ponerme en pié, jadeante y profundamente decaído. Permanecí varios minutos inmóvil, tratando de recuperar el aliento, pero lo que vi sobre la tapa roída de uno de los féretros, me congeló la sangre, horrorizándome por completo. Sobre el ataúd de la izquierda, visiblemente carcomido, reposaba una placa metálica, en cuya leyenda rezaba lo siguiente:


«Requiem In Cantimpace
1801 – 1828
Sor Angelique Deloix»

Como alma que lleva el diablo, salí del pútrido lugar profiriendo gritos de pánico. Ni siquiera hoy, se con exactitud cómo di con los escalones que me devolvieron a la libertad del monasterio, pero aún tiemblo cada vez que recuerdo este hecho. Fui rescatado de mi delirio por dos monjes de la órden, los cuales, me encontraron deambulando sin rumbo fijo por los jardines de la abadía, mientras balbuceaba frases incoherentes. Jamás pude dormir más de tres horas seguidas y, en ese escaso tiempo de sueño disfrutado, todavía suelo escuchar el eco de la hilarante risa de Angelique, rebotando en las fétidas paredes de las catacumbas.
Permanecí en riguroso ayuno durante treinta días. Encomendé mi alma a Dios, rogándole que perdonara mis pecados, así como el monstruoso acto blasfemo cometido en la cripta. Castigué mi marchitado cuerpo, buscando la sagrada redención por el pecado de la carne; pero todo fue en vano. El día 2 de noviembre de hace tres años, regresé a la tumba en respuesta a su llamada; porque desde entonces, me habla y me susurra con voz melódica y profunda. Llevé flores frescas al sepulcro de Angelique, y pude ver mi nombre escrito en la placa del féretro de la derecha. La fecha de mi muerte señalaba el 2 de noviembre de 1891; es decir, el día de hoy. Sobre el cómo y el porqué, no tengo respuestas coherentes, aunque lo cierto es que tampoco quiero saberlas.
Abandoné la frialdad del monasterio con la seria intención de olvidarme de Angelique y de la tumba, más sin embargo, fue imposible. Acudo a su llamada todos los días y paso horas arrodillado ante los féretros; a veces meditando; a veces hablando solo; a veces esperando. Los monjes benedictinos hablan entre ellos cada vez que me ven llegar. Están convencidos de que padezco algún tipo de demencia, pero me dejan pasear por el jardín y bajar al averno cada vez que quiero. He vivido acomplejado, temeroso y horrorizado, pero en este día, por fin, todo terminará. En realidad, no le temo a la hermana muerte en sí misma, pero me preocupa la forma en la cual se manifestará. Solo anhelo que sea algo rápido e indoloro. Y quizá, solo quizá, me espere una vida eterna acompañado por la bella Angelique.
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