Sinopsis
Apoyado sobre el quicio de la puerta, Emilio dirigió la mirada hacia su sombra. Tenía la malsana costumbre de murmurar en voz baja mientras fumaba un cigarrillo después de comer. Era bastante habitual que esta circunstancia ocurriera a diario, pero no todos los días Emilio comía en casa. A veces, los monólogos duraban bastante tiempo; hasta que se veían interrumpidos por la estridente voz de su mujer, que le llamaba loco desde el interior de la cocina. En realidad, Emilio no tenía la culpa. Su abuelo y su padre, que en paz descansen, también tenían fama de habladores, así que la historia no hacía más que repetirse de nuevo, producto de la herencia familiar. Generalmente, Emilio hacía caso omiso a los comentarios de su mujer. Solía decir que, a veces, necesitaba mantener una conversación con alguien inteligente y, como no encontraba a nadie de esas características a su alrededor, mejor hablaba consigo mismo. Esto enfurecía a su esposa, pero nada podía hacer para cambiar ese extraño hábito en su marido. Apagó el cigarrillo y murmurando entre dientes, se despidió con un gesto.
Emilio era sepulturero, igual que lo había sido su padre y su abuelo antes que él. El trabajo no le apasionaba demasiado, pero los muertos nunca daban problemas, así que terminó acostumbrándose a la monótona tarea de cavar tumbas y enterrar ataúdes con inquilino dentro. Esa tarde, Emilio tenía trabajo. El viejo Landín había estirado la pata el día anterior y tras velarlo durante veinticuatro horas, era tiempo de darle cristiana sepultura. En el pueblo, aun era costumbre velar a los muertos durante uno o dos días antes de enterrarlos. Si bien no se sabía con certeza por qué a unos se los velaba un día y a otros dos, Emilio suponía que esto venía dictado por la cantidad de amor y afecto que el difunto se hubiera granjeado en vida. Sin embargo, el viejo Landín había sido terco y huraño, así que, con un día de acompañamiento fúnebre había tenido más que suficiente. En ocasiones, Emilio asistía a los velatorios. Su salario solamente le permitía lo justo para alimentar a su mujer y a su hijo, y en estos actos sociales solía haber comida y bebida suficiente, misma que los familiares del difunto ofrecían a las visitas. Esta circunstancia era aprovechada no sólo por Emilio, sino por otras familias, que acudían en tromba a comer gratis sin importarles siquiera quién era el difunto. Por otro lado, las propinas que recibía por cada entierro, variaban según a qué familia perteneciera el occiso; pero últimamente solo fallecía gente pobre que ni propina le dejaba; y estaba plenamente convencido de que el viejo Landín no iba a ser una excepción, aunque más por huraño que por pobre. Eran las cuatro de la tarde cuando la breve comitiva fúnebre entró al cementerio. La caja, sostenida por varios vecinos, abría el séquito, que avanzaba con lentitud hacia la última morada del difunto. La tumba había sido excavada un día antes. En cuanto se supo que el viejo Landín había muerto, Emilio comenzó con los preparativos del entierro, pues sabía de antemano el lugar exacto donde irían los restos del fiambre. No era un lugar privilegiado. De hecho, en el cementerio no había lugares privilegiados. Era un camposanto antiguo y descuidado, donde podían apreciarse lápidas completamente abandonadas, algunas de ellas parcialmente cubiertas de vegetación. Así era y así había sido siempre, y Emilio no estaba dispuesto a cambiar eso. Por lo menos mientras su sueldo no fuera revisado apropiadamente por sus jefes, y desde luego, esta circunstancia no parecía estar incluida en los planes inmediatos de la municipalidad. El sepelio transcurrió sin contratiempos. Emilio permanecía en silencio a un lado del ataúd, mientras el párroco del pueblo leía unos pasajes de la Biblia referentes a la eternidad y al paraíso celestial. Pero Emilio no creía factible que el alma del viejo Landín estuviera camino del paraíso. No había más que mirar a los asistentes para darse cuenta de que el anciano no había sido en vida una persona querida y apreciada. Apenas asistieron al acto sus dos hijos y unos cuantos vecinos allegados, y estos últimos seguramente lo habían hecho por el compromiso con los descendientes, más que por las ganas de darle el último adiós al demacrado anciano. No se apreciaban rostros de tristeza, no había lágrimas ni llantos, y mucho menos gritos de desesperación por la inminente partida del ser querido. Solamente caras serias, a la espera de que el cura finalizara su sermón para poder largarse de allí cuanto antes y regresar a sus cotidianas vidas como si nada hubiera sucedido. Comenzó a lloviznar ligeramente cuando los asistentes al sepelio abandonaron el lugar. La caja había sido depositada en el fondo de la fosa con la ayuda de unas cuerdas y solamente faltaba cubrir el hoyo con la tierra previamente extraída. Esa era una tarea exclusiva de Emilio, que comenzó a darse prisa, antes de que la lluvia arreciara con más fuerza. Por suerte, la lápida había sido colocada en su sitio el día anterior, así que, con una hora de trabajo, habría terminado toda la faena, dejando el sepulcro listo para ser visitado posteriormente por los familiares y la gente cercana; situación, por otro lado, bastante improbable de materializarse. Las visitas a las tumbas no eran habituales en el pueblo. Algunas familias regresaban con flores al día siguiente del enterramiento, pero generalmente, no solían producirse esos eventos. Esa era la causa, precisamente, de que el cementerio luciera descuidado y hasta cierto punto, tétrico, amén de las inmemoriales y desgastadas tumbas pertenecientes a otra época. De vez en cuando y por difuntos, alguna familia acudía a limpiar las áreas de enterramiento familiar, pero esto constituía un hecho aislado y poco común. Los muertos merecían respeto, pero casi nadie se acordaba de ellos una vez que estos se encontraban bajo tierra. Emilio cogió la pala y comenzó a caminar entre las lápidas, rumbo al pequeño cobertizo donde guardaba las herramientas. La lluvia arreciaba y se sentía completamente empapado. Por suerte, en el cobertizo tenía algo de ropa limpia y seca, gracias a que su mujer, tan cuidadosa y precavida, solía anticiparse a estos acontecimientos, como si poseyera un sexto sentido para ello. Emilio abrió la carcomida puerta de madera y entró en el oscuro lugar. Colocó la pala en su sitio y se cambió de ropa rápidamente. Instantes después, encendió un cigarrillo y se apoyó, como era su costumbre, en el quicio de la puerta, observando detenidamente las hileras de los sepulcros que tenía frente a él. Pobre viejo pensó en voz alta. Si no hubieras sido tan cabrón en vida, otro gallo te hubiera cantado ahora; pero ya nada puedes hacer para remediarlo. No me das pena, viejo prosiguió, pero tarde o temprano a todos nos llega la hora, y créeme que yo no deseo un entierro como el tuyo. Emilio aspiró una bocanada de humo del cigarrillo mientras dejaba escapar un sonoro pedo. Y aunque no sea yo el indicado para decírtelo, te lo voy a decir, compañero: dentro de apenas unos días, vas a oler peor que este que me acabo de echar. Si señor, eso hasta puedo jurártelo. Desvió la mirada hacia el cielo y observó que había dejado de llover. Lanzó la colilla del cigarrillo al aire, y se quedó observando como caía sobre la lápida más cercana, desprendiendo chispas de ceniza incandescente en varias direcciones. En el suelo, camuflado entre la hierba, divisó lo que parecía ser un cráneo humano. ¿Qué tenemos aquí? se preguntó mientras dirigía sus pasos en dirección a la osamenta. Parece que no te han tratado muy bien ahí abajo, amigo. Tienes mala cara. Era una calavera completa, perfectamente conservada y reluciente por la lluvia. Emilio la cogió con una mano y la observó detenidamente durante unos instantes, antes de lanzarla con fuerza hacia ninguna parte. Te espero a cenar esta noche expresó en voz alta, siempre y cuando no tengas ya otro compromiso. El cráneo giró varias veces en el aire antes de estrellarse, con un ruido sordo, en un montículo de tierra que señalaba la presencia de otra tumba. Emilio, sin más contemplaciones, abandonó el cementerio y se dirigió hacia el pueblo sin volver la vista atrás. El camino sin asfaltar, descendía ligeramente por una destartalada pendiente en dirección a la pequeña villa, donde se unía con la arteria principal y la plaza del ayuntamiento. A esa hora de la tarde, la plaza siempre estaba repleta de niños, que jugaban distraídos mientras sus madres charlaban apaciblemente con algunas vecinas y conocidas. Sin embargo, en ese instante, la plaza se encontraba completamente desierta. La lluvia había formado grandes charcos, convirtiendo en una odisea el hecho de tener que caminar por las estrechas calles de la pequeña población. Las farolas iluminaban con su tenue luz las asfaltadas travesías, mientras el día sucumbía al poder de la prematura noche, envuelta bajo el influjo de una tarde oscurecida por negros nubarrones. Emilio, con cierto aire de cansancio en el rostro, se desvió ligeramente de su trayectoria habitual, siguiendo el rumbo de una calle adyacente para encontrarse, finalmente, de frente con la cantina del Manco. Emilio nunca bebía en exceso. No se había embriagado desde sus tiempos mozos y su cuota de alcohol no solía pasar de dos o tres cervezas cuando mucho. Tampoco era un individuo demasiado sociable, así que sus visitas a la cantina del Manco eran totalmente esporádicas y no planeadas. Si bien era habitual encontrarse casi a diario con un sepulturero y su botella agarrados firmemente de la mano, como solía suceder en los pueblos aledaños, con Emilio esto no pasaba. Con seguridad, su otrora situación familiar lo había endurecido demasiado, transformándolo desde niño en un hombre bragado y, hasta cierto punto, insensible a las manifestaciones de dolor más temperamentales y a la tétrica visión de la muerte en su esencia más pura. El mismo Emilio solía ser bastante rotundo cuando manifestaba abiertamente que había nacido rodeado de muertos, que vivía rodeado de muertos y que, finalmente, moriría rodeado de muertos sin poder hacer nada por evitarlo. Lo peor del caso, es que dichas manifestaciones no quedaban exentas de la irreverente realidad que también lo rodeaba. La cantina se encontraba desierta. El Manco, cuyo nombre verdadero era Samuel Vargas, había perdido su mano derecha años atrás, cuando trabajaba cortando pinos para el aserradero del valle. No le gustaba hablar de ese asunto, pero todos en el pueblo insinuaban que el accidente había sido provocado por el mismo Manco, para poder cobrar la pensión vitalicia que ofrecía el gobierno por incapacidad laboral. Emilio discrepaba de estas habladurías. No creía factible que el Manco hubiera sido capaz de automutilarse por una mísera paga que apenas le llegaba para vivir, aunque tampoco ponía la mano en el fuego por el. El mundo estaba loco, y ya no le sorprendía nada; ni siquiera lo más extravagante o extraño. Lo cierto era que el Manco, se desenvolvía perfectamente con una sola mano, haciendo uso de singular maestría para utilizar el muñón derecho cada vez que éste era requerido. Buenas tardes, Emilio saludó el Manco ¿Una cervecita? Muy buenas respondió Emilio , aunque ya parece noche en vez de tarde. Tienes razón, está más oscuro que el culo de un negro aseguró el Manco metafóricamente. Estoy seguro de que no tarda en caer una buena tromba de agua. Si, se ha puesto el día medio jodido comentó Emilio . Que sea una cerveza pequeña y al tiempo, por favor. Lo que menos deseo en este momento es enfermarme. ¡Ja, ja, ja! rió el Manco ¡Mala hierba, nunca muere! El Manco alargó el brazo completo bajo el mostrador y descorchó un botellín de cerveza. Sin ofrecerle vaso, puso la botella frente a Emilio y pregunto: ¿Cómo ha ido el día? Te noto cansado. Pues el día no ha estado mal respondió Emilio, justo antes de beber un largo trago de cerveza. Hoy enterré al viejo Landín, pero me duelen todos los huesos. Creo que esta humedad en el ambiente empieza a fastidiarme. Eso, o me estoy haciendo viejo rápidamente. Quizá sean las dos cosas le espetó el Manco. El tiempo no pasa en balde y este jodido pueblo está lleno de ancianos reumáticos que te darán un montón de trabajo cuando menos te lo esperes. Ya lo verás. Bueno, el asunto es que no falte trabajo sentenció Emilio. Al fin y al cabo, todos nos tenemos que ir algún día. Pero últimamente la gente ya no se muere como antes. Creo que a eso le llaman calidad de vida, o algo así dijo el Manco, aunque la longevidad extrema lo único que hace es perjudicar a todo el mundo. Por una parte, los viejos siguen vivos, pero bien jodidos; por otro lado, los enterradores como tu, carecen de trabajo suficiente y se la pasan rezando para que los malditos carcamales la palmen de una puta vez. En fin Si, así es esto. Pero nos la pasamos rezando porque la mierda de salario que nos da el ayuntamiento no nos llega ni para comer, y los entierros y los trabajos especiales son lo único que nos alivia un poco. Pero en este maldito pueblo solo se mueren los más pobres y no sacas ni para pagar una jodida cerveza. Y aquí no hay trabajos especiales. A la gente le importa una mierda si las tumbas están o no bien cuidadas, así que no hay más que darse una vuelta por el cementerio para comprender por qué todo está como está. Ambos hombres permanecieron en silencio unos instantes. Emilio se terminó la cerveza de un trago y le ofreció un cigarrillo al Manco, mientras depositaba sobre el mostrador, el importe exacto de la consumición. Ya me voy dijo Emilio. Se está haciendo tarde y quiero llegar a casa antes de que comience a llover de nuevo. Si, yo también voy a cerrar. No creo que hoy venga nadie más por aquí. Una sopita caliente con un buen vaso de vino y a la cama a dormir, que mañana será otro día. Emilio se despidió con un gesto de asentimiento y abandonó el local del Manco. En la calle, el frío de la noche lo hizo estremecer. Comenzó a llover con fuerza cuando Emilio dejó atrás la plaza del ayuntamiento y se adentró en la oscura calle que lo conduciría hasta el calor de su hogar. El reloj de la alcaldía anunció las siete de la tarde con fuertes campanadas, rompiendo el sepulcral silencio que reinaba en el pueblo. Fue entonces cuando comenzó a oír los pasos. Emilio caminaba cabizbajo entre la lluvia, empapado y tembloroso. El agua le calaba hasta los huesos y apuró el ritmo todo lo que pudo. Escuchaba el sonido de sus propias pisadas mientras avanzaba, hasta que tuvo la extraña sensación de que alguien lo seguía. Miró hacia atrás y no vio nada. Se paró en seco y escuchó atentamente. En el momento que se quedó completamente inmóvil, alcanzó a oír una sucesión de pasos detrás de él. Después, sólo el sonido de la lluvia, cayendo con fuerza sobre el terreno. Inició de nuevo su andadura, pero no tardó en darse cuenta que el sonido de la marcha se tornó casi al instante en el típico caminar de dos personas. Cuatro pies generando pisadas y solo dos visibles. Emilio se paró en seco y dio un giro de noventa grados. Frente a él no había nada ni nadie, pero permaneció atento, al percibir de nuevo el sonido característico de unos zapatos pisando el pavimento mojado. ¿Hay alguien? preguntó en voz alta ¿Qué es lo que quiere? Emilio escudriñó el terreno en todas direcciones, pero la calle se encontraba completamente desierta. Un escalofrío recorrió su espalda, sin saber muy bien si se debía al frío de la tarde o al incipiente miedo interior que, paulatinamente, comenzaba a apoderarse de él. Corrió calle abajo sin mirar atrás, hasta que a lo lejos, pudo divisar su modesta casa, arropada por las ramas de dos vetustos robles. Cuando se acercaba a su anhelado hogar, Emilio se dio cuenta de que nadie lo perseguía. Solamente sus pisadas chapoteaban en el agua. Sonrió para sus adentros y comenzó a preguntarse por qué había sido tan estúpido. Lanzó una última mirada hacia atrás, asegurándose de que todo estaba en orden y entró en la casa. Su esposa preparaba la cena: caldo de verduras y filete de cerdo empanizado. Emilio odiaba el caldo de verduras, pero el día había estado demasiado frío como para discutir consigo mismo sobre la conveniencia o no de degustar el plato de los horrores. Aunque le supiera a rayos, con seguridad tomaría una buena taza para entrar en calor. Su hijo, de diecisiete años, dormitaba a un lado de la estufa de leña, ajeno a la lluvia y al pestilente olor a coliflor hervida que emanaba desde la cocina. Entró directamente al baño, orinó y se desnudó con rapidez. Observó su rostro en el espejo y se dio cuenta de que los años no habían pasado en balde. Nunca antes se había cuestionado algo así. Generalmente solía llevar una vida intranscendente y completamente rutinaria. Era consciente de que las personas nacían, crecían, envejecían y finalmente morían, pero eso era algo natural, que encajaba perfectamente en el esquema de la propia vida. Había convivido con la muerte desde su nacimiento, y ahora, más de medio siglo después de haber visto la luz y frente al espejo de su casa, se cuestionaba el paso del tiempo y se contaba las arrugas del rostro, confirmando lo inevitable: la muerte formaba parte de la propia vida, y su vida había entrado en una etapa crítica. Morimos desde que nacemos manifestó en un susurro, como si hubiera descifrado el gran misterio de la vida con cuatro palabras. Emilio se introdujo en la ducha y giró la llave del agua caliente. Se estremeció con el cambio de temperatura, pero permaneció largo rato disfrutando del fortalecedor baño, aclimatándose, relajándose y pensando. Se sentía terriblemente cansado, a pesar de estar acostumbrado a desgastes mayores que el experimentado ese mismo día. En sus buenos tiempos había enterrado a más de cinco personas en una sola tarde; él solo y sin ayuda de nadie. Pero probablemente había llegado el momento de ir pensando en un colaborador, y su hijo tenía todos los boletos para convertirse en candidato. Bueno se dijo a sí mismo, llegó la hora de una buena cena y de un gran descanso. Percibió la voz de su mujer mientras terminaba de vestirse. Hablaba con alguien en el salón, pero por el tono, dedujo que las palabras no iban dirigidas a su hijo. Le resultó un tanto extraño, pues la hora y el día no eran precisamente los más apropiados para recibir visitas. Lleno de curiosidad, abandonó la habitación donde se encontraba y salió al encuentro de la extraña voz. La mesa estaba servida. Su esposa daba los últimos retoques a un desvencijado servilletero mientras su hijo intentaba descorchar una botella de vino tinto. De pié, al lado de la estufa de leña, un hombre de unos treinta años se frotaba las manos en un claro intento por entrar en calor. Emilio jamás había visto a ese individuo. Emilio dijo el hombre con tono afable. Es un honor para mí poder estar aquí esta noche acompañándolo. Muchísimas gracias por tan loable invitación. Créame que me siento realmente honrado. Emilio no supo que decir. Observó al individuo con detenimiento y lanzó una mirada interrogante a su esposa. La situación lo había dejado perplejo y las palabras recién escuchadas, completamente confuso. El señor Ferichola dijo su mujer, decidió aceptar tu invitación a cenar. Pero debiste haberme avisado antes, Emilio. Hubiera tenido tiempo de preparar algo más apropiado para la ocasión. No se preocupe, señora interrumpió el señor Ferichola con voz calmada. Esta tarde, don Emilio estaba algo cansado cuando me hizo partícipe de su ofrecimiento. Supongo que el trabajo que desempeña ha de ser notablemente pesado. Había algo extraño en el comportamiento del señor Ferichola. Su voz sonaba hueca y demasiado calmada, como si le costara trabajo pronunciar cada una de sus palabras. La tez pálida y su acento extravagante, indicaban claramente que el individuo en cuestión no era aledaño de la zona. Vestía un traje negro, visiblemente pasado de moda, aunque eso sí, impecable por donde se mirase, y ese peinado, casi perfecto, invitaba a la suposición de que el sujeto en cuestión se había escapado del siglo XVIII. Te espero a cenar esta noche prosiguió el invitado, haciendo una clara referencia a las palabras pronunciadas por el propio Emilio esa misma tarde, siempre y cuando no tengas ya otro compromiso. Y aquí me tienen, dispuesto a cumplir como buen caballero, con dicha responsabilidad. ¡La calavera! gritó Emilio visiblemente pálido. Abrió los ojos de par en par y sintió que el calor de la estancia lo asfixiaba. La imagen del cráneo en el cementerio se fijó en su cerebro, brillante, impoluto, girando en el aire hasta perderse entre las tumbas. En completo silencio, tomó asiento con cierta dificultad. Comenzó a percibir una ligera distorsión en el ambiente. La visión de la estancia fue tornándose en una nube gris que, poco a poco, fue envolviéndolo todo. Notó como sus párpados se cerraban lentamente, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Instantes después, todo había terminado. El cortejo recorrió la calle principal del pueblo, atravesó la plaza del ayuntamiento y se abrió camino por la rústica senda que conducía al cementerio. En la entrada principal, apoyado sobre una pala, triste y compungido, un joven de diecisiete años aguardaba la llegada de la comitiva. En el interior del camposanto, a escasos metros de la verja principal, una tumba estaba dispuesta para acoger en su seno a quien tantas veces había deambulado en vida por aquel lugar.
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