Pasaje 1º
Escrito por tatie ( Offline), el 24 de julio de 2008
Tensó las redes con sus manos agrietados, a lo lejos se oía el apagado lamento de la campana salvavidas del faro, respiró hondo, el aire puro de la madrugada se adentró en sus pulmones hasta clavarse como astas heladas. Por primera vez en su vida Manuel salía en soledad a faenar, su padre había sucumbido ante aquella enfermedad a la que los médicos llamaban artrosis y que no era más que falta de vida, una vida que poco a poco la mar le había ido robando.
Bajó al camarote y depositó con cuidado la comida que su madre le había preparado para las dos semanas que estaría faenando. Fue a su litera y volvió a colocar la foto, tantas veces clavada, de Elisa, aquella parte de su alma que quedaba en tierra. Subió a la cubierta, desató el nudo de amarre y antes de que los motores de arranque tronaran en el espacio muerto del silencio, Miguel volvió a otear a aquel pueblecito de casas de sal; sal de mar, sal de lágrimas. Esta vez no había querido que nadie fuera a despedirse de él, no quería ver las lágrimas de su madre, la impotencia asfixiante de su padre y los ojos rotos verde esperanza de Elisa. Quería demostrarse a sí mismo que podía hacer lo que su padre había hecho. Por fin arrancó los motores y así, poco a poco, la mar fue borrando del recuerdo de la tierra a un chaval de diecisiete años que luchaba para que su familia siguiera adelante. La mar abría sendas cautelosas por las que la barcaza cortaba el camino dejando a su paso nuevas hondas que desaparecían para nunca más ser surcados. Manuel desde el timón trataba de otear en la oscuridad del horizonte cualquier luz que le hiciera sentirse más amparado en aquella soledad, pero solamente veía, la cada vez más lejana, luz del faro. Para combatir su monotonía encendió el pequeño transistor, pronto las hondas inundaron con voces de rostro desconocido la pequeña estancia de la sala de mandos; aunque no prestaba mucha atención a su contenido, aquellas palabras le proporcionaban a Manuel un lejano calor humano que le hacía no caer en la desidia que emerge del recuerdo de las personas amadas. La luz del faro fue engullida por fin por las aguas, que a modo de monstruo vernesco dejaban aún oír el tintineo de la campana, mientras moría el último hilo de luz. Aquella situación le daba a Manuel un miedo desconocido hasta entonces, el solo hecho de que su padre no estuviera junto a él le hacía temblar. En los últimos tiempos la presencia de su padre en la barcaza no había sido mas que un lamento. Desde hacía un tiempo, su padre ya no cantaba aquellas canciones das Rías Baixas, ni silbaba el himno del batallón de la Armada al cual había pertenecido y cuya letra había caído en el olvido. Ya nada era igual; la figura de su padre se asemejaba cada vez más a la de un cuerpo cuyo espíritu había sido robado por las náyades. La mirada fija e inexpresiva de sus ojos, hacía palidecer el día más despejado, sus manos habían perdido la agilidad, la fuerza y el coraje de las que un día subieron a bordo un tiburón de tres metros. Por eso Manuel tenía miedo, miedo a perder las redes mil veces remendadas, temía calar el motor, temía fallar a aquel que le dio la vida. Por eso Manuel hacía cada operación con cautela, siguiendo paso a paso las instrucciones que estaban talladas en su memoria. Arrojó el extremo de la red y la fue desplegando hasta que la barcaza trazó en la mar aquella cárcel circular de quince metros de radio. Echó un último vistazo a aquella explanada del color de la nada, de donde emergían boyas blancas recién pintadas. Con la tranquilidad satisfactoria del deber cumplido; bajó hacia el camarote, no sin antes advertir que en aquel primer bajío de tiente el rumor de las olas era más grave que el acostumbrado en la subida de la marea; miró al cielo y contempló que un anillo de color ocre rodeaba a la luna llena que cada vez más iba quedando enlutada por un manto de algodón negro. Ya en las entrañas del navío, calentó una taza de café en la hornilla y volvió a conectar la radio, esta vez inquieto, esperando que de aquel aparato minúsculo emergiera alguna señal que le forzara a volver a tierra. Pero al parecer, a nadie le importaba el trabajo de Manuel, ya que los partes meteorológicos quedaban resignados a un segundo plano ante la importancia vital, tribal para Manuel, de la reestructuración de no sé que partido. Quedó inmerso en sus pensamientos, hasta que volvió a la realidad transportado por el hilo de vapor excesivamente caliente del café, que a esas alturas hervía en el cazo. Se sirvió una taza con un poco de leche, lo que aunque no le gustaba hacía que el café pudiera ser tomado. Y así, sentado en la pequeña mesita de la cocina, Manuel trataba de darle alguna explicación a aquel incesante movimiento de la barcaza. Quizá fue el miedo lo que le hizo ir directamente a la litera, y justo en ese mismo instante, todo volvió a la calma, parecía como si de repente alguien hubiera desconectado las aspas de un enorme ventilador. Aquella situación le dio por fin un estado de tranquilidad y relajación del que hasta entonces no había podido disfrutar. Ya tendido en el catre, cogió la vieja pipa que un día compró en Xuno, la llenó del mejor tabaco holandés, lo apretó y con una cerilla lo prendió, dejando escapar con la primera bocanada una malgama de ribetes correosos de color azul cielo. Allí perdido en la mitad de la nada, inmerso entre fragancias de olor dulce, Manuel se dejó llevar por el monólogo de un viejo que luchaba contra un pez enorme. Había leído El viejo y el mar tantas veces como gotas de agua hay en el océano, pero cada vez que lo hacía encontraba algo nuevo, algo en lo que quizá un día se fijara pero que ahora volvía a descubrir. Quería a aquel libro con ese cariño especial que se le tiene a las cosas cuyo único valor no es más que el sentimiento que emerge de las experiencias que junto a ellas se han vivido. La insistencia de aquel con viejo le dio de nuevo las ganas que le faltaban y en aquel momento deseó subir a cubierta y recorrer todos los mares pescando. Pero aquel ímpetu se apagó a medida que el mundo de los sueños acrecentaba su llamada. Rendido por el agotamiento físico y por la extenuación a la que la presión le había sometido, Manuel cerró los ojos, de pronto se desembarazó de la pipa y marcó el libro, besó la fotografía de Elisa y sucumbió ante las tentadoras garras del sueño... ... la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar... ...al caer de la litera no supo reaccionar, en un primer momento creyó estar aún inmerso en aquel sueño en el que ganaba concursos de pulsos en La Habana, mientras hablaba de béisbol con un chiquillo. Pero el incesante movimiento que le alteró el estómago y el dolor del enorme golpe que tenía en su brazo derecho le hicieron saber que se encontraba en el mundo de los vivos. Una reacción instintiva, le hizo subir a cubierta, aunque el corto espacio que separaba a esta del camarote se convirtió con aquel movimiento, en una distancia larga y ardua. Andaba a gatas siempre que podía, se agarró al primer escalón de la escalinata y así fue reptando hacia el cuarto de mandos. Se aferró donde pudo y trató de incorporarse. El timón daba vueltas sin parar, al mirar por los cristales de la cabina, no vio más que una cortina de densa lluvia. Abrió la contrapuerta para tratar de salir fuera, debió empujar con todas las fuerzas que aún le quedaban; al salir observó como la mar se había convertido en un abismo de paredes de agua turbia, no había resto alguno de las redes y no conocía aquel lugar perdido. Una ráfaga de viento cerró de pronto la puerta arrojando a Manuel al suelo y allí quedó, llorando con una impotencia indigna para él. Padre sollozó- ¿dónde estás padre? El silbido del viento se asemejaba a la voz de aquella madre que en el funeral de su hijo gritó que los marineros son de la mar, los marineros son de la mar, la mar, la mar, la mar, la mar, la mar, la mar la... esa frase maldita se repetía incesantemente en su cabeza mientras la barcaza daba tumbos de un lugar a otro. Manuel gritaba con la desolación del predestinado a morir, pero su grito era engullido por las fauces del monstruo esmeralda. No sabía distinguir lo real de lo ficticio, los miedos se agolpaban en su mente ante aquella traición de su cómplice silenciosa. Veía como el viejo le tendía una mano sangrante para subirle a su barca guiada por un pez destrozado. Veía a Elisa hablando con un chaval en el instituto y se veía a él cargado de celos tratando de correr hacia ella, pero sin conseguirlo. Padre, padre, ¿dónde estás? Un enorme chasquido, hizo que Manuel diera por seguro que nunca más vería otro amanecer, que para siempre reposaría en las entrañas de aquella barcaza. Lo último que atisbó a hacer fue musitar una oración a aquel dios en el que nunca había creído... ...la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar la mar... José se despertó sobresaltado, aquella pesadilla se repetía todas las noches. Se levantó de la cama y dejó que su esposa descansara, solamente faltaba media hora para que tuviera que volver a marchar tres meses en el carguero. José cogió a su bebé con cuidado y lo llevó hasta la ventana, la tenue brisa del estío aireó el cuerpo sudoroso de José. Miró a la mar y de seguido observó con lágrimas en los ojos a su hijo del alma. Manuel, tu nunca serás marinero. La campana del faro tintineó a lo lejos, la luna bañó con luz plateada la cara de aquel niño, y la mar bramó por un instante, al sentír que le robaban a uno de sus hijos.
- FIN -
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